viernes, 5 de agosto de 2016

Murallas

Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.

Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la esta­tua-, no sabía lo que eran las lágri­mas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis corte­sanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver to­das las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más re­curso que llorar.

Siempre me ha llamado la atención este párrafo del cuento de Oscar Wilde. Por eso, cada vez que lo lee­mos en una tertulia literaria, acabo marcándolo para compartir pala­bras con otras personas que, dicho sea de paso, también lo suelen su­brayar. No sé si vosotros y vosotras lo habréis leído, ni si habéis hecho alguna tertulia con él. Si fuese así, os animo a que lo leáis y a que lo compartáis con otras personas. Y si ya lo habéis leído y habéis hecho alguna tertulia con dicho texto, podéis empezar a compartir pala­bras con este pobrecito hablador.

Para mí, este párrafo está lleno de profundos pensamientos. Por ejemplo: ¿es lo mismo placer que felicidad? Yo creo sinceramente que no. No digo que placer y feli­cidad no tengan puntos en común, incluso que la felicidad vaya a veces acompañada del placer, pero no en todas las ocasiones. Sin embargo, en mi opinión, el placer no lleva a la felicidad, ya que la búsqueda del placer por el placer deja un vacío absoluto en nuestro interior. ¡Qué mayor placer que el de la despreo­cupación, y qué mayor insatisfac­ción que la de no tener ningún tipo de inquietud!

Por eso, una de las cosas que siem­pre viene a mi mente al leerlo es la de qué murallas estoy constru­yendo a mi alrededor para no ver lo que está sucediendo más allá de ellas. A veces tengo la sensación de que vivo muy a gusto en el Pa­lacio de la Despreocupación y que cuando no es así, se produce cierta desazón en mi interior. Hoy en día el mundo está lleno de terribles injusticias que producen violen­cias de todo tipo. Violencias que van desde la explotación hasta la muerte. Guerras, genocidios, ex­terminios, trabajo infantil, esclavi­tud humana, violaciones, pobreza, deshumanización, malnutrición, etc. son cosas que caracterizan a las sociedades de nuestros días. Y lo que es más angustioso, lo que nos parecía lejano, ha venido a vi­sitarnos y ahora está muy cerca de nuestras casas. Antes con unas mu­rallas pequeñas bastaba para no ver lo que ocurría al otro lado. Pero hoy necesitamos construir otras más altas para no ver eso tan terri­ble que está ocurriendo a nuestro lado. Familias que no tienen recur­sos ni para comer, personas que las arrojan de sus hogares por no poder pagar su maldita hipoteca, otras que pasan frío porque no les llega el dinero para la calefacción, son situaciones, entre otras, que de extraordinarias están pasando a ser corrientes. Y lo que me entris­tece profundamente es saber que por muchas murallas que constru­ya, por muy altas que sean, el vivir en el Palacio de la Despreocupa­ción nunca me traerá la felicidad.


Claro, que otra cosa que me preocupa como padre es que esas murallas que me he construido también las quiero para mis hijos, también las estoy haciendo para ellos. Parece como si, a pesar de saber que el placer no da la feli­cidad, quisiera que ellos también viviesen en el Palacio de la Des­preocupación. Y en esto me ufa­no. Les protejo, o mejor dicho, les superprotejo. Intento que nada les perturbe, que nada les incomode, que no tengan problemas, que nada les falte, que… ¿sean felices? No sé, pero en muchas ocasiones pienso que con esto sólo estoy consiguiendo para ellos la infelici­dad de la que nos habla el Príncipe del cuento. Tan sólo confío en que ellos, y también vosotras y voso­tros, os encontréis, antes de que sea tarde, con la golondrina del cuento para que os enseñe con su ejemplo que no hay mayor felici­dad que la de compartir.