viernes, 24 de febrero de 2012

¿Llorar como una mujer?


Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.

En todas las sociedades y en todos los grupos humanos existen una serie de normas, escritas o no, que han de ser cumplidas por cada uno de sus miembros para que el grupo lo admita en su seno, ofreciéndole a cambio la hospitalidad afectiva que todas las personas necesitamos para poder realizarnos como tales. Una parte de esas normas afecta a la “masculinidad”, es decir, a lo que el grupo entiende por ser hombre y sobre cómo ha de comportarse para ser considerado como tal. Y si al­guien no sigue esas pautas, el grupo lo insulta, lo arrincona, lo margina y lo expulsa al negarle su reconoci­miento y el cariño y la seguridad que le correspondería como miembro.

En lo que se refiere a la “masculini­dad” tenemos el caso extremo de los hombres que son gais, es decir, los sujetos homosexuales masculi­nos. Estas personas, en general, son repudiadas en todas las sociedades, llegando en algunos países a ser en­carcelados. Un homosexual, al no cumplir con la idea de hombre que tiene la cultura del grupo dominan­te, sufre la burla y el escarnio y el rechazo de sus congéneres. Por eso, estas personas, a fin de evitar el su­frimiento brutal de esa marginación, o para evitar la cárcel, ocultan su condición de homosexual. Es más, en muchos casos optan por quitar­se la vida porque les es imposible soportar la angustia de ese rechazo.

En otro nivel, no tan trágico aun­que igual de injusto, se encuentra el rechazo a determinados com­portamientos que la cultura domi­nante entiende que, sin perder su condición masculina, son ajenos a comportamientos esperados en los hombres. Esto sucede en los casos en que una persona adopta una conducta determinada que el grupo mayoritario considera afemi­nada, es decir, débil e impropia del macho. Así, mientras que la homo­sexualidad se considerar un rasgo “difícil” de cambiar, se entiende que estos comportamientos son educa­bles. Entre ellos podemos encontrar la cuestión del llanto, ya que esta expresión emocional se considera un signo de debilidad propio de las mujeres. No en vano la tradición recoge la famosa frase que se adju­dica a la sultana Aixa y que dirigió a su hijo Boabdil luego de que este perdiera Granada: “Llora como mu­jer lo que no supiste defender como hombre”. De ahí que en ocasiones cuando un niño llora se le indica en tono admonitorio que cese en su conducta, que no llore como si fuera una chica porque si no ya sabe que corre el peligro de ser rechazado, de ser apartado y no querido por su grupo de mayores o de iguales. 

Pese a todo, creo que cada vez so­mos más hombres, sin olvidar a los que también lo hicieron a lo largo de la historia, los que consideramos que estas concepciones sobre la masculinidad responden a criterios machistas de dominación y que son totalmente falsas, crueles e injustas. Los hombres lloramos y pienso que lo deberíamos hacer incluso más a menudo porque el llanto no es un símbolo de debilidad, sino de for­taleza; porque la expresión de las emociones es saludable; y porque su autocontrol o represión, el tra­garse las lágrimas, no es más que un indicador de cobardía. NO, los hombres no lloramos como mu­jeres, lloramos como hombres, y lloramos como expresión de nues­tra masculinidad más profunda sintiéndonos en esos momentos radicalmente masculinos. Y, si me permitís, os diré que en mi adultez nunca me he sentido más seguro ni más confortado que cuando he llorado en los brazos de una mujer; señalando a su vez que en esos mo­mentos no he sentido la protección de la madre, que ya la tuve cuando fui niño, sino el acogimiento incon­dicional de un ser humano expresa­do en su feminidad, en su ser mujer. Y esto también lo reivindico para aquellos y aquellas que sienten lo mismo cuando el abrazo viene de otra persona de su mismo sexo, es decir para los gais y las lesbianas.


viernes, 17 de febrero de 2012

Acerca de la escuela rural II


Jesús Jiménez Martínez. Director del CP San Prudencio.

La base de la educación en la escuela, especialmente en la es­cuela rural, radica en los maes­tros. Se hace por tanto necesario que la Administración haga hin­capié en este asunto. Han de ser los que se necesitan.
En cuanto a su formación sobra decir que no existe una especia­lidad para rurales. Sin embargo, sería importante buscar la fór­mula adecuada para que todos los maestros rurales recibiesen permanentemente asesormien­to en metodologías y organiza­ción escolar.
Para evitar el aislamiento peda­gógico de los maestros sería in­teresante potenciar los grupos de trabajo dentro de los pro­pios CRA, favoreciendo desde la Administración los tiempos necesarios para ello. Los maes­tros han de estar motivados en su trabajo y, más si cabe, en las escuelas rurales que por sus es­peciales características son más difíciles de trabajar. Será necesa­rio buscar fórmulas apropiadas para ello, es importante recono­cer su tarea.
Una dificultad añadida en la escuela rural son las ratios. Es imprescindible introducir, para establecer la plantilla de cada centro, el número de nive­les por aula. Número de alum­nos y niveles han de marcar el número de maestros por centro.
Llevar a nivel de calidad impor­tante una escuela rural requiere una gran autonomía en la orga­nización del centro o CRA. Si ya es importante esta autonomía en los centros urbanos, en los nuestros se hace indispensable. Autonomía administrativa, pe­dagógica y financiera. Es funda­mental decidir sobre aspectos tales como horarios, curriculum, organización escolar, métodos de trabajo, reuniones,…
El Servicio Técnico de Inspección ha de asesorar en todos aquellos aspectos que más dificultades nos plantean: programación de trabajo, métodos, organización. Es primordial que desde esta instancia se haga un seguimien­to serio y riguroso de la escuela rural a fin de establecer aquellos mecanismos de corrección que consideren oportunos. Han de estar ahí para analizar, valorar y proponer líneas de actuación para llegar a conseguir una es­cuela rural de calidad.
No puedo finalizar esta radio­grafía sin hacer mención a un tema que considero funda­mental: el trabajo en equipo. Es primordial que los diferentes sectores que forman las distin­tas comunidades educativas en las zonas rurales trabajen codo con codo.
Sería deseable poner en marcha verdaderas comunidades de aprendizaje. El desarro­llo y la educación de los niños dependen de todo el pueblo. El grupo de maestros, las familias, las asociaciones, gru­pos sociales y el pueblo, en general, han de estar sensibili­zados y concienciados en que ha de ser así. Este tema está ahí para ser valorado y, si se dan las circunstancias oportunas, comenzar su andadura. Ese es el reto. Lógicamente, todo ello supone mucho esfuerzo, mucho tiempo y mucho trabajo añadi­do. Lo que cuesta, vale. 

viernes, 10 de febrero de 2012

La escuela rural I


Por Jesús Jiménez Martínez. Director del CP San Prudencio.
Hablar hoy en día de la escuela rural es simplemente algo que no está de moda. Actualmente estamos de vuelta. El envejecimiento de la po­blación en nuestros pueblos, la baja natalidad y las posibilidades, reales o ficticias, que ofrece el medio urbano, han terminado por deteriorar la zona rural y con ella todos los servicios, en­tre ellos la escuela. La llegada de las nuevas leyes educativas no ha traído el aire fresco que nuestra escuela de pueblo necesita. Se crearon los Cole­gios Rurales Agrupados (CRA) y con ello está todo dicho y hecho.
El desarrollo de la escuela rural pasa inexorablemente por ser considera­da como un subsistema específico diferenciado: ratios, contenidos, me­todologías, formación del profeso­rado, planificación educativa, mapa escolar. Es inevitable hablar de dis­criminación positiva al realizar cual­quier planteamiento de actuación en el medio rural, pero es totalmen­te necesario al hablar de sus escue­las. Uno de los mayores problemas con los que se encuentra radica en el tratamiento igualitario que se da desde la administración con la es­cuela urbana. Son dos realidades muy distintas, muy diferentes. Cada una de las escuelas rurales es dife­rente a las demás. Y todas ellas son totalmente distintas a cualquier es­cuela urbana.
La educación de las generaciones futuras es tarea, tanto en la zona rural como urbana, de los padres y madres en primer lugar. Además, se ha de completar esa educación con la ayuda y apoyo de la escuela cuan­do se encuentran en edad escolar. En este sentido, la escuela rural tie­ne ciertamente ventajas que ha de explotar. La mayor facilidad de co­municación entre escuela y familias es evidente. El control que se tiene, tanto unos como otros, del estudio y comportamiento del alumnado es claro. El apoyo y asesoramiento a las familias que desde las escue­las se pueden dar en relación con los estudios de los hijos, está claro que es más fácil de llevarlo a la prác­tica en el medio rural. El hecho de contar con un número pequeño de alumnos favorece unas relaciones interpersonales adecuadas con ellos y permite plantear un ambiente de aula en el que la disciplina, una tarea de todos, es más fácil de gestionar, en el que la cooperación, el respeto, la participación, la tolerancia, la soli­daridad y el trabajo en equipo son la base del aprendizaje.
En el ámbito de los aprendizajes propiamente dichos, la escuela rural permite una mejor adaptación e in­dividualización de la enseñanza. Se puede prestar, por ello, una mejor atención a aquellos alumnos que tienen dificultades. La relación de los contenidos con el medio más cercano y con el entorno es más fácil de establecer. Al contar con diferentes niveles en el aula, los alumnos adquieren una mayor autonomía en su trabajo. Por eso mismo, los aprendizajes son más funcionales ya que es imprescindible seleccionar aque­llos contenidos que consideramos básicos. Esta situación permite poner en marcha “Proyectos Globales de Aprendizaje” de los que tanto oímos hablar a los teóricos de la educación. En cierta manera, las ca­racterísticas de la escuela rural, nos permite trabajar sobre todo proce­dimientos y actitudes y, a través de ellos, llegar a los conceptos, hechos y principios. La evaluación es, como no puede ser de otra manera, con­tinua. Se basa en la observación diaria de todas las actividades y actuaciones de los alumnos y no solo en los exámenes o controles. Esta evaluación nos permite en la escuela rural reconocer con rapidez y exactitud la situación de todos y cada uno de los que formamos la comunidad educativa. Además, nos lleva a replantearnos el hecho edu­cativo cada día. Convivir alumnos de diferentes niveles y edades es muy enriquecedor tanto a nivel de relaciones interpersonales como de aprendizajes. 

viernes, 3 de febrero de 2012

Innovación y diversidad en la educación


Enrique Domingo Oslé. Secretario general de CONCAPA-Rioja.
 Creo que nadie discute la necesidad -yo diría que ur­gencia- de que la educación española dé un importante “salto de calidad”.
Pese a ello, no se percibe en el sector educativo una inquietud generalizada de innovar, de aplicar nuevos métodos pedagógicos.
Solo unos pocos se están im­plicando realmente en ello y los resultados no pueden ser más esperanzadores.
Proyectos como las Comu­nidades de Aprendizaje, la Estimulación Temprana en los adecuados períodos sen­sitivos, la inmersión en la enseñanza de los idiomas, el Proyecto de Inteligencias Múltiples de Harvard, etc. impulsados a menudo con más ilusión que medios, con más ganas que apoyo institu­cional van logrando que en nuestro panorama educativo vayan apareciendo verdade­ros oasis en los que no solo se reduce el fracaso escolar, sino que se alcanzan consi­derables cotas de excelencia.
Lo curioso del caso es que con frecuencia estos proyec­tos se fundamentan en con­cepciones pedagógicas muy diversas, pese a lo que sus resultados son igualmente buenos.
La Pedagogía no es una cien­cia exacta y, al fin y al cabo, educar es un arte por lo que –a la vista está- acaba siendo contraproducente la gene­ralización y la imposición de métodos concretos.
De ahí la importancia de fo­mentar realmente la autono­mía de los centros y de con­seguir que cada uno de ellos desarrolle con dinamismo su proyecto propio.
De ahí la necesidad no solo de respetar la diversidad pe­dagógica, sino de fomentarla.
Incentivar que cada comuni­dad educativa desarrolle su propio proyecto, dentro del respeto a unos mínimos co­munes razonables, se mues­tra como un cauce adecuado para devolver la motivación al cuerpo docente, facilitar su formación permanente, mejorar la implicación de las familias y conseguir que es­tas puedan, de verdad, ele­gir el tipo de educación que quieren para sus hijos.
Tal vez sea el momento de que las Administraciones Pú­blicas apuesten por flexibili­zar el sistema educativo y de que todos nos convenzamos de que la diversidad puede llegar a ser realmente enri­quecedora.