Natalia García López. Coordinadora del Proceso de
Planes de Vida de ARPS.
Quiero comenzar haciendo una pequeña confesión; de esas que
se sienten y expresan en primera persona.
Hasta hace unos años, cada vez que me preguntaban por el
propósito de mi vida, no sabía qué contestar. Era incapaz de reconocer cuánto
de lo que era y hacía se debía a decisiones personales, cuánto era resultado de
aprovechar oportunidades y cuánto era producto de las orientaciones de los
otros. Nunca me había parado a reflexionar por qué hacía lo hacía y a qué
estaba contribuyendo con ello. ¿Lo han pensado ustedes?
En mi experiencia, la necesidad de vivir conforme a un
propósito, surge en el mismo momento en que uno cree merecer una vida propia.
Estoy convencida de que ese es el reclamo para que aparezcan los sueños, para
que cobren fuerza. Y de que solo cuando creemos en ese derecho a “sentir la
vida” plenamente, podemos defender la libertad de otros para decidir.
Si a mí nadie me niega esa oportunidad, ¿quién soy yo para
negársela a otras personas? Como profesional que apoyo en mi trabajo a personas
con discapacidad intelectual, no puedo dudar a la hora de “acompañarles”, sin
ningún tipo de reservas, en su camino hacia una vida digna y elegida de manera
responsable. Creo que es deber de todos, y lo creo porque no hay ninguna razón
que justifique lo contrario.
Me resulta simpática la aproximación entre soñar y dormir y
me parece irónico que tras la expresión “soñar despierto” se esconda una sutil
manera de “castigar” la imaginación desbordada. ¿No es fundamental que en el
proceso de averiguar cuáles son nuestros sueños y deseos seamos absolutamente
creativos? ¿no es el proceso de concretarlos en metas, el mayor de los
ejercicios conscientes?
Me entristece, desde lo que siento en este momento, que en
el colegio casi ninguno de mis profesores pusiera en valor la importancia de
“creer en uno mismo” para ser dueño de su propio camino –incluso cuando lo que
te toca vivir te lo pone difícil–. Igual no era lo que tocaba entonces, pero
ahora ¿cuánto de nuestro trabajo va dirigido a dotar de competencias a las
personas para que sean capaces de dirigir su vida según su proyecto vital?
¿Cuánto de nuestro poder profesional estamos dispuestos a ceder para trabajar
en base a metodologías de empoderamiento colectivo?
Más allá de explorar la idea –bellísima, por cierto–, de
convertirnos en gestores de nuestra propia vida, ¿valoramos realmente el poder
de los sueños personales?
Sé que cada vez somos más los que defendemos que otra forma
de relación con las personas a las que apoyamos es posible; los que pensamos
nuestra vida y la de los demás desde resultados de felicidad; los que apostamos
por cambiar las dinámicas de poder, y disfrutar de ello; y los que creemos que,
aunque parezca una paradoja, son precisamente los sueños, los que dotan de
realismo a cada vida, al orientar nuestras metas y acciones para generar
resultados de bienestar y satisfacción vital.
Apostemos por indagar qué es lo que motiva cada sueño,
incluso el que parece inalcanzable porque, tal vez, lo único que hace que un
sueño “imposible” no se concrete en una meta alcanzable, es juzgarlo antes de
tiempo sin haberle permitido expresarse. Y, por encima de todo, confiemos en
que vivir con un sentido identificado es lo que nos permite disfrutar el
trayecto, amoldarnos a las circunstancias, y exprimir al máximo el presente.
Decía Calderón de la Barca: “la vida es sueño y los sueños,
sueños son”. Y yo les pregunto, ¿es que acaso estos no son la propia vida?