viernes, 1 de agosto de 2014

Cuarenta mocosos de Acaba Mundo

Rubén Vinagre. Periodista y director de Metadeporte.

Minutos después del séptimo gol, cuando el árbitro Marcos Rodrí­guez sopló su silbato tres veces seguidas, Brasil descubrió que su sueño en realidad era una apnea dentro de una pesadilla. Quizá solo un instante confuso, un espasmo en el que parecía difícil discernir lo tangible del abismo. Era la semifinal del Mundial de fútbol y Brasil había perdido por uno a siete contra Ale­mania. Un desastre. Quizá el partido más cruel de la historia del fútbol brasileño. En Belo Horizonte, donde se jugaba el partido, los televisores de las favelas de Acaba Mundo se habían quedado huérfanos desde hacía rato. Nadie les hacía caso. En la única explanada de este barrio adosado a la montaña como una rémora, un puñado de cuarenta mocosos le daba patadas a un des­gastado ‘brazuca’. Nadie sabe muy bien cómo ese balón había llegado hasta allí, el caso es que los más pequeños hacían diabluras con él. Aunque muchos de ellos no sabían leer, es probable que supieran mu­cho más de fútbol que el propio seleccionador brasileño. Quizá sea cuestión del gen deportivo, quizá mera adaptación al entorno.
David Epstein, periodista de ‘Pro­Publica’ y autor del libro ‘El gen deportivo’, expone en una entre­vista reciente que hay aspectos en las infancias difíciles que, conve­nientemente trabajados, “pueden transformar los obstáculos en un trampolín hacia el éxito”. Pone el ejemplo de los corredores ‘kalen­jin’ de Kenia. Cuando nacen, señala, solo tienen dos posibilidades en la vida: o corren o se hacen agriculto­res. Las distancias que tienen que recorrer para cubrir sus necesida­des mínimas son tan largas que se convierten en auténticos especia­listas… en correr. Sus éxitos en los Juegos Olímpicos les avalan. Pero, ¿qué ocurre cuando los niños viven en una economía avanzada? Epstein indica que una práctica demasiado estructurada o una carga de entre­namientos muy elevada en edades tempranas puede ser mala para el proceso madurativo. Expone que, en el caso de los más pequeños, el desarrollo de habilidades debe pro­ceder de un juego no estructurado, quizá caótico, quizá desordenado. Sin embargo, en los países ricos los chicos tienen un entrenamiento muy planificado, casi más estructu­rado que sus horas lectivas, y esto obstaculiza su desarrollo. En el caso de Brasil, por ejemplo, los niños jue­gan al fútbol sala o, incluso, ‘fútbol de salón’ –apenas hay espacio entre las casas de las angostas favelas-. Son campos pequeños, balones menos pesados, la ley de la calle… Epstein indica que esto hace que todos jueguen con mucho ritmo y, por ende, “tengan que tomar deci­siones a la velocidad del rayo”. Se­gún comenta, “es el entrenamiento perfecto” y se produce en las zonas más pobres, mientras que en los barrios con mayor capacidad adqui­sitiva se lleva a los niños a jugar en campos para once jugadores, con balones oficiales, equipación nue­va cada año... El periodista cree que no es la mejor manera para que los pequeños se desarrollen porque “no tiene sentido que los niños jue­guen con las normas y los campos hechos para mayores”.

El plumilla norteamericano toda­vía va más allá al señalar que en los últimos años se ha impulsado la hiperespecialización entre los más pequeños. Quizá haya triunfado ‘la regla de las 10.000 horas’ popu­larizada por Malcolm Gladwell –se supone que con una práctica de 10.000 horas un sujeto puede con­vertirse en todo un experto en una materia muy concreta-. Con edades tempranas, los atletas infantiles se ven obligados a centrarse en un solo deporte todo el año. Entrenan y compiten como adultos y…, fraca­san como adultos. Epstein defiende que las futuras estrellas comienzan a especializarse y practicar más un poco más tarde, una vez iniciada su adolescencia. Mientras un niño llo­ra en un centro de alto rendimiento, cuarenta mocosos sonríen en Belo Horizonte. Y eso que Brasil ha he­cho el ridículo en el Mundial.