No soy una voz autorizada para hablar de educación pero tengo una hija de 11 meses y aunque el horizonte de su educación reglada está un poquito lejano, me inquieta bastante. Y de eso sí puedo hablar.
Tengo que pensar en un colegio. Primer bache. Me toca elegir entre centros laicos y públicos, o católicos y concertados. Pronto empezamos a condicionar. Tragándome mi agnosticismo despeinado pregunto a otras personas sobre los diferentes centros. Las respuestas, estupefacción mediante, me hablan de instalaciones, canchas de baloncesto, gimnasios, ordenadores. Y de mesas de ping pong. Pero ni palabra sobre como salen preparados. O sí, pero en un sentido que me importa bastante poco: los niños “sacan” muy buenas notas. Ya. Yo hablo de personas, de cimientos sobre los que asentar el crecimiento futuro, el suyo y el de nuestra sociedad, de capacitación intelectual para hacer un uso responsable y consciente de su libertad, de solidaridad como camino forzoso de la humanidad si quiere subsistir. De visión de conjunto. Y me responden con los resultados estadísticos de valoraciones cuantitativas de un conocimiento parcelado, diseccionado, amputado al dictado de intereses electoralistas. Nombres de ríos, derivadas en un punto, comentarios de texto sobre esquemas de libros nunca leídos. Memorización de resúmenes, metáforas de un conocimiento anoréxico. Pero ni rastro de si se han enterado esos estudiantes de que todo está conectado, de si han crecido, de que esto, chatos, os hace libres. Yo solo quiero que el colegio reme en mi misma dirección y me ayude a darle unos buenos cimientos y un resistente encofrado a la formación de mi hija, sobre el cual pueda construir el conocimiento futuro y constantemente cambiante que deberá adquirir, con entusiasmo renovado, el resto de sus días, pues ya no se trabaja de lo que se sabe sino de lo que se está dispuesto a aprender.
Pero mis cuitas justo empiezan aquí. El colegio es un rato pero la vida es todo el tiempo. Saldrá a la calle, se relacionará. Primero con otros críos, después chavales, adolescentes, jóvenes. Y ahí estoy muerto, porque me siento solo y maniatado. No quiero hablar de valores, que me parece un terreno a veces resbaladizo y lleno de matices ideológicos y morales, pero si de un cierto consenso sobre lo que en general todos queremos procurar o evitar a nuestros hijos. Creo que quemar un contenedor es algo que todos estamos de acuerdo que resta y no suma, con independencia de nuestra adscripción política o credo. Pues bien, a ver quien es el guapo que reprime a una cuadrilla de imberbes si les pillas en una de estas. Lo he visto, de hecho he sufrido a un padre sacándole la cara a su hijo, muy airado, porque le había reprendido. Me preguntó que quién era yo. Pues esperaba que un actor más de la educación social de tu hijo, del mío y de todos los demás, pero por lo visto me equivocaba.
Bueno, vamos a descansar, seguro que mañana lo veo más fácil. Enciendo la tele. Una pandilla de indolentes se pasea por mi pantalla. Dicen que el pastizal que trincan por matarse entre ellos es bárbaro y los conocimientos exigidos, nulos. Nuevos gladiadores, el mismo Cesar. Y ahora, remonta esto e incúlcale a tu hija el valor del esfuerzo, de los parabienes de formarse y de ser una buena profesional, aunque la diferencia de sus emolumentos el día de mañana sea abismal. A ver como la convenzo en un mundo en el que lo que vale es lo que tienes y el que manda suele ser algún bobo de baba.
Pero debo intentarlo. Por su futuro, por el de todos.
Pero debo intentarlo. Por su futuro, por el de todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario