Juan Francisco Rodero Inés.
Educador agradecido.
Mural realizado por jóvenes de Pioneros |
Corría el verano del año 1976 cuando un aprendiz de
educador se internaba en la Calle Mayor para acudir a una cita con un “visionario educativo” Julián Rezola, un
activista social curtido en mil batallas sostenidas en los años que
circunscribieron el mítico y esperanzador 1968. De Francia y de otros lugares
como Barcelona Julián traía una idea: educar en el medio, que luego
conoceríamos como “educar en la calle”.
Su ilusión y meta era demostrar que esta educación era algo posible en su
Logroño querido.
Esta idea, totalmente inédita en la España de la época,
atraía a quien, como el aprendiz, creía en una educación capaz de cambiar la
sociedad y el mundo. Lejos de los vaivenes políticos, aunque tampoco se
permitían, y de los objetivos educativos predominantes en la época. Todavía era
pronto para los cambios, aunque era importante estar en vanguardia para que
fuesen tenidos en cuenta.
Juntos, Julián y el aprendiz, se encaminaron por la calle
Mayor hacia Rodríguez Paterna dirigiéndose a una pequeña tasca. Allí Julián
explicó a su acompañante que tenían que hacer dos cosas: la primera, hablar con
un patriarca para ajustar una excursión que iban a realizar un domingo con un
grupo de chavales en forma de jornada campera. La otra, beber un vino de cosechero
excepcional.
La primera se desarrolló en un ambiente en el cual se
cruzaban dos respetos palpables, el de Julián hacia la posición del patriarca,
a sus opiniones y consejos; por otro, el respeto de éste hacia una persona en
la que se podía confiar, alguien que quería, podía y sabía educar. Fue una
lección que jamás olvidaría el aprendiz: el
respeto es la base de toda educación. Luego se completaría al hacerse igual
de válida para la educación reglada y la no reglada. Además, es una norma
esencial para la vida, ¡lástima que no siempre la tengamos presente!
Después de hacer honor al vino, buenísimo, en esto también
se habían cumplido las expectativas; la conversación se centró en la educación en
la calle, en la tarea concreta que desarrollaban. Julián se crece: hay que
tratar de aprovechar el medio en que los chicos viven para sacar de él su
potencial educativo, de las lecciones de la vida su fuerza vital y natural, extraer
de las situaciones aplicaciones prácticas para mejorar la calidad de vida,
hacer que los ejemplos vívidos sean los libros de texto. También del taller
como recurso. Un lugar donde los chavales reparen sus motos o bicicletas sirve
tanto para despertar una profesión como para dar ocasiones sobradas de diálogo
sobre sus problemas, reflexionar sobre ellos, buscarles sus facetas y darles un
tratamiento adecuado para dejar de ser problema, o convertirse en problemilla.
Las excursiones, otra manera de contribuir a la educación, ya que permiten alejarnos
por un tiempo del mundo cotidiano a la vez que permite conocer otros, que
también enseñan cosas que pueden ser útiles para mejorar como personas.
El aspirante a educador toma nota y se le grabará en la
memoria. Siempre lo tendrá presente en su labor educativa, aunque sea en el
recinto cerrado, y no siempre permeable, de un aula.
Han pasado muchos años, toda una vida, Julián vive en el
recuerdo y el aprendiz se ha curtido en mil batallas educativas. Se produce un
reencuentro con la obra iniciada por Julián, el Pelos, el Fule y muchos
otros: Pioneros. Lo primero que observa es que las viejas lecciones siguen
vigentes. Las formas mutan, pero el corazón sigue intacto.
Con una sonrisa que acude a sus labios se dirige a un bar,
pide un cosechero y levantando su copa brinda por las ideas y las lecciones
prácticas. Sobre todo cuando se hacen realidades y perduran muchos años
después.
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