Javier Navarro Algás. Gerente de Fundación Pioneros.
El origen de la profesión del educador social se remonta a
mediados del siglo XX cuando, en el contexto de la II Guerra Mundial, muchos niños,
adolescentes y jóvenes deambulaban huérfanos por Francia y Alemania,
frecuentemente cometiendo delitos. Profesionales de ambos países, enemigos
durante seis años, crearon una asociación que sirviera para restañar heridas,
crear nuevos lazos de amistad y afrontar en común el reto de dar una respuesta
a la infancia y juventud en conflicto.
Desde entonces, la sociedad ha avanzado muchísimo en el
tratamiento de esta problemática. Se crearon instituciones para proteger a los
menores, la educación social tuvo reconocimiento universitario, la justicia
juvenil su propia sustantividad -diferenciada de la de adultos-, y se ha
avanzado en la creación de un cuerpo de justicia juvenil internacional. En
resumen, se pasó de la idea primitiva de responder a los delitos castigando a
una nueva basada en la educación y en la responsabilización.
Por eso, cuando en España se está hablado de un endurecimiento
de la Ley de penal del menor en determinados supuestos, los responsables
políticos reconocen simultáneamente la importancia de trabajar en medidas
educativas y preventivas. Este enfoque es un logro de toda la sociedad.
Mientras escribía este artículo escuché una entrevista con
la directora Icíar Bollaín. Refiriéndose a uno sus largometrajes, “Te doy mis
ojos”, con el que ganó el Goya a la mejor película en el año 2003, explicaba
los miedos de su guionista y de ella misma en el tratamiento de la violencia
contra la mujer, al descubrir que el terrible drama del maltrato nacía en
contextos muy complejos, y que los maltratadores eran también personas cuyo
comportamiento era preciso comprender, naturalmente sin justificar.
Finalizaba Icíar Bollaín diciendo que por más que
endurecemos las leyes, el problema del maltrato a las mujeres no se soluciona,
y que la educación tiene mucho que ver con ello. Como profesional del mundo
educativo, comparto su mismo punto de vista sobre el endurecimiento de las
leyes aplicado a la justicia juvenil.
Además, mi experiencia me dice que una misma medida
judicial, independientemente del grado de dureza que entrañe, puede tener un
efecto benéfico o, bien al contrario, contribuir a empeorar la situación.
Depende en gran medida de quién y cómo la emplee. La clave del asunto está en
la inteligencia y comprensión de lo que la situación exige, más que en la
dureza a aplicar.
Imponer a una persona un largo periodo de privación de
libertad, incluso una cadena perpetua revisable, es una decisión que pone a
prueba la dignidad de la propia sociedad. Por ello debiéramos estar seguros de que al término de esa pena la persona que ha delinquido habrá tenido la
oportunidad de llevar a cabo los cambios necesarios para relacionarse bien el
día en que se reincorpore a la sociedad.
En resumen, me parece esencial la búsqueda de un consenso al
abordar la reforma de la Ley. Necesitamos tomar como referencia modelos de
educación y reeducación exitosos y las mejores prácticas que ayuden a las
personas a tomar la responsabilidad de sus vidas.
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