Edith Pérez Alonso. Médica de familia y formadora de formadores.
El derecho a la
educación está reconocido como uno de los derechos humanos fundamentales y
abarca más que el acceso a la escolarización. Aún así, casi un tercio de la
población infantil mundial no termina la escuela primaria, siendo mayoritariamente
niñas las que no lo consiguen. La desigualdad es aún más patente en el acceso a
la educación secundaria y terciaria. En nuestro entorno las mujeres están
representadas como alumnas y profesoras en todos los niveles educativos. Sin
embargo, como estudiantes suelen optar por profesiones o especialidades que
gozan de un menor prestigio social, relacionadas con la estética y el cuidado.
Como profesoras son mayoría en los niveles educativos “inferiores” pero tienen
una representación escasa entre el profesorado universitario y los cargos
directivos. Los recortes en los servicios públicos inciden especialmente en
las condiciones de vida y laborales de las mujeres. La reducción de personal,
la precarización, las privatizaciones, el deterioro de la calidad educativa y
las políticas de excelencia y segregación dificultan el avance hacia la
equidad de género en el sector educativo.
Estas desigualdades no son casuales, sino producto de una
cultura que asigna creencias, rasgos personales, actitudes, sentimientos,
valores, conductas y actividades diferentes a hombres y mujeres de forma
jerárquica. Tradicionalmente a las mujeres se les ha otorgado el espacio de lo
doméstico y las tareas de cuidados y a los hombres el espacio de lo público y
el rol del trabajo productivo, mejor valorados socialmente y económicamente.
Aunque se hayan incorporado nuevos roles y valores las estadísticas siguen
mostrando importantes desigualdades en el reparto del tiempo de cuidados entre
hombres y mujeres, en los tiempos de ocio (mayores para los hombres), y en las
remuneraciones por empleos similares. Los valores de competitividad, velocidad,
fortaleza, seguridad, racionalidad y acción son mejor considerados que los de
templanza, ternura, mesura, comprensión, disponibilidad o paciencia,
socialmente atribuidos a las mujeres.
Esta cultura atraviesa la sociedad en todos sus ámbitos,
encontrándose también en los sistemas educativos formales y no formales, que
además juegan un papel esencial en la socialización de creencias, valores y
roles. Tanto en la estructura de los centros educativos como en las
interacciones en el aula pueden darse desigualdades en la toma de decisiones,
funcionamientos jerárquicos, tiempos de escucha menores hacia las niñas, o
potenciarse valores como la competitividad, la velocidad y la hegemonía. Por
otra parte, lo habitual es encontrar en los contenidos curriculares y
materiales didácticos escasa presencia de mujeres, mujeres y hombres que se
dedican a las tareas “propias de su sexo” y un lenguaje que invisibiliza a las
mujeres. Para los libros de texto el mundo existe gracias a los “grandes
hombres”, creadores de inventos, guerras o estados. Sin embargo, los trabajos
invisibles que vienen realizando las mujeres a lo largo de la historia y que
son base de nuestra supervivencia y de nuestro bienestar no merecen
consideración especial.
La escuela puede jugar un papel esencial en el avance hacia
la equidad de género. Para ello es necesario ponerse unas gafas que permitan
ver una realidad injusta e invisible, tomar conciencia de ella e implantar
metodologías coherentes con la transmisión de unos conocimientos y valores que
pongan la cooperación y el sostén de la vida en el centro.
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