viernes, 9 de marzo de 2012

Gafas de género para educar


Edith Pérez Alonso. Médica de familia y formadora de formadores.

El derecho a la educación está re­conocido como uno de los dere­chos humanos fundamentales y abarca más que el acceso a la es­colarización. Aún así, casi un tercio de la población infantil mundial no termina la escuela primaria, siendo mayoritariamente niñas las que no lo consiguen. La desigualdad es aún más patente en el acceso a la educación secundaria y ter­ciaria. En nuestro entorno las mu­jeres están representadas como alumnas y profesoras en todos los niveles educativos. Sin embargo, como estudiantes suelen optar por profesiones o especialidades que gozan de un menor prestigio social, relacionadas con la estética y el cuidado. Como profesoras son mayoría en los niveles educativos “inferiores” pero tienen una repre­sentación escasa entre el profe­sorado universitario y los cargos directivos. Los recortes en los ser­vicios públicos inciden especial­mente en las condiciones de vida y laborales de las mujeres. La reduc­ción de personal, la precarización, las privatizaciones, el deterioro de la calidad educativa y las políticas de excelencia y segregación difi­cultan el avance hacia la equidad de género en el sector educativo.
Estas desigualdades no son casua­les, sino producto de una cultura que asigna creencias, rasgos per­sonales, actitudes, sentimientos, valores, conductas y actividades diferentes a hombres y mujeres de forma jerárquica. Tradicionalmen­te a las mujeres se les ha otorgado el espacio de lo doméstico y las tareas de cuidados y a los hom­bres el espacio de lo público y el rol del trabajo productivo, mejor valorados socialmente y econó­micamente. Aunque se hayan in­corporado nuevos roles y valores las estadísticas siguen mostrando importantes desigualdades en el reparto del tiempo de cuidados entre hombres y mujeres, en los tiempos de ocio (mayores para los hombres), y en las remuneraciones por empleos similares. Los valores de competitividad, velocidad, for­taleza, seguridad, racionalidad y acción son mejor considerados que los de templanza, ternura, me­sura, comprensión, disponibilidad o paciencia, socialmente atribui­dos a las mujeres.
Esta cultura atraviesa la sociedad en todos sus ámbitos, encontrán­dose también en los sistemas educativos formales y no forma­les, que además juegan un papel esencial en la socialización de creencias, valores y roles. Tanto en la estructura de los centros educa­tivos como en las interacciones en el aula pueden darse desigualda­des en la toma de decisiones, fun­cionamientos jerárquicos, tiempos de escucha menores hacia las ni­ñas, o potenciarse valores como la competitividad, la velocidad y la hegemonía. Por otra parte, lo habitual es encontrar en los con­tenidos curriculares y materiales didácticos escasa presencia de mujeres, mujeres y hombres que se dedican a las tareas “propias de su sexo” y un lenguaje que invisi­biliza a las mujeres. Para los libros de texto el mundo existe gracias a los “grandes hombres”, creadores de inventos, guerras o estados. Sin embargo, los trabajos invisibles que vienen realizando las mujeres a lo largo de la historia y que son base de nuestra supervivencia y de nuestro bienestar no merecen consideración especial.
La escuela puede jugar un pa­pel esencial en el avance hacia la equidad de género. Para ello es necesario ponerse unas gafas que permitan ver una realidad injusta e invisible, tomar conciencia de ella e implantar metodologías coherentes con la transmisión de unos conocimientos y valores que pongan la cooperación y el sostén de la vida en el centro.

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