Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de
Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.
En todas las sociedades y en todos
los grupos humanos existen una serie de normas, escritas o no, que han de ser
cumplidas por cada uno de sus miembros para que el grupo lo admita en su seno,
ofreciéndole a cambio la hospitalidad afectiva que todas las personas
necesitamos para poder realizarnos como tales. Una parte de esas normas afecta
a la “masculinidad”, es decir, a lo que el grupo entiende por ser hombre y
sobre cómo ha de comportarse para ser considerado como tal. Y si alguien no
sigue esas pautas, el grupo lo insulta, lo arrincona, lo margina y lo expulsa
al negarle su reconocimiento y el cariño y la seguridad que le correspondería
como miembro.
En lo que se refiere a la
“masculinidad” tenemos el caso extremo de los hombres que son gais, es decir,
los sujetos homosexuales masculinos. Estas personas, en general, son
repudiadas en todas las sociedades, llegando en algunos países a ser encarcelados.
Un homosexual, al no cumplir con la idea de hombre que tiene la cultura del
grupo dominante, sufre la burla y el escarnio y el rechazo de sus congéneres.
Por eso, estas personas, a fin de evitar el sufrimiento brutal de esa
marginación, o para evitar la cárcel, ocultan su condición de homosexual. Es
más, en muchos casos optan por quitarse la vida porque les es imposible
soportar la angustia de ese rechazo.
En otro nivel, no tan trágico aunque
igual de injusto, se encuentra el rechazo a determinados comportamientos que
la cultura dominante entiende que, sin perder su condición masculina, son
ajenos a comportamientos esperados en los hombres. Esto sucede en los casos en
que una persona adopta una conducta determinada que el grupo mayoritario
considera afeminada, es decir, débil e impropia del macho. Así, mientras que
la homosexualidad se considerar un rasgo “difícil” de cambiar, se
entiende que estos comportamientos son educables. Entre ellos podemos
encontrar la cuestión del llanto, ya que esta expresión emocional se considera
un signo de debilidad propio de las mujeres. No en vano la tradición recoge la
famosa frase que se adjudica a la sultana Aixa y que dirigió a su hijo Boabdil
luego de que este perdiera Granada: “Llora como mujer lo que no supiste
defender como hombre”. De ahí que en ocasiones cuando un niño llora se le
indica en tono admonitorio que cese en su conducta, que no llore como si fuera
una chica porque si no ya sabe que corre el peligro de ser rechazado, de ser apartado
y no querido por su grupo de mayores o de iguales.
Pese a todo, creo que cada vez somos
más hombres, sin olvidar a los que también lo hicieron a lo largo de la
historia, los que consideramos que estas concepciones sobre la masculinidad
responden a criterios machistas de dominación y que son totalmente falsas,
crueles e injustas. Los hombres lloramos y pienso que lo deberíamos hacer
incluso más a menudo porque el llanto no es un símbolo de debilidad, sino de
fortaleza; porque la expresión de las emociones es saludable; y porque su
autocontrol o represión, el tragarse las lágrimas, no es más que un indicador
de cobardía. NO, los hombres no lloramos como mujeres, lloramos como hombres,
y lloramos como expresión de nuestra masculinidad más profunda sintiéndonos en
esos momentos radicalmente masculinos. Y, si me permitís, os diré que en mi
adultez nunca me he sentido más seguro ni más confortado que cuando he llorado
en los brazos de una mujer; señalando a su vez que en esos momentos no he
sentido la protección de la madre, que ya la tuve cuando fui niño, sino el
acogimiento incondicional de un ser humano expresado en su feminidad, en su
ser mujer. Y esto también lo reivindico para aquellos y aquellas que sienten lo
mismo cuando el abrazo viene de otra persona de su mismo sexo, es decir para
los gais y las lesbianas.
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