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jueves, 8 de enero de 2015

Amor bancario

Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.

El gran educador brasileño Paulo Freire acuñó el término de “Educa­ción bancaria”. Con esa expresión quería denunciar que muchas veces la educación, en vez de ser comu­nicación y diálogo, se convierte en un depositar contenidos por parte del educador en la mente del edu­cando. De esta forma, la educadora o el educador es el sujeto de la edu­cación y el educando en un mero objeto, algo que hay que llenar. Esta visión supone, además, que el educando, si hace rentable ese depósito, obtendrá los beneficios correspondientes, tal como ocurre cuando depositamos o invertimos nuestro dinero en un banco.

Partiendo de este concepto, se me ocurrió pensar que se podría tras­ladar al campo del amor en sus di­ferentes manifestaciones. Y es que, en bastantes ocasiones, podemos constatar que en el amor algunas personas son sujetos y otras son meros objetos. Esto se puede dar en las relaciones entre padres e hijos y entre las de hombres y mujeres, tengan estos la edad que tengan. En ocasiones, los padres y las madres consideran a sus hijos e hijas como meros objetos y en otras, y hoy cada vez más, son los hijos los que consi­deran a sus padres y madres como objetos de los que se pueden apro­vechar. El maltrato, el abandono infantil o la violencia ejercida sobre los padres por parte de los hijos son la expresión más extrema de esa consideración del otro como cosa, como objeto. Qué decir cuando las relaciones son entre hombre y mu­jer o entre chico y chica. Cada día es más frecuente oír aquello de que la otra persona, el chico o la chica, es para usar y tirar; o aquello de “aquí te pillo y aquí te mato”. La violencia de género es, en este caso, la expre­sión más radical de ese ver al otro o a la otra como una cosa. Ahora bien, esa consideración del otro como algo desprovisto de humanidad lle­va, no solo a ejercer la violencia física sobre ella, sino a ejercer también la violencia psicológica aprovechán­dose de ella.

Hay padres que ven en sus hijos, yo diría que fundamentalmente a sus hijas, una inversión, un seguro para su futuro, alguien que les cuidará cuando sean mayores. Otras veces son los hijos los que tratan de apro­vecharse de sus padres, los que uti­lizan el afecto o, mejor dicho, chan­tajean afectivamente a sus padres para conseguir determinadas cosas. Y esto puede ocurrir también en las relaciones entre hombres y mujeres. El hombre puede creer que por ha­ber amado tiene unos derechos so­bre su pareja y la mujer, de la misma manera, puede pensar lo mismo. Y, sin embargo, nada más alejado del amor.

El amor, si es que lo es, nunca puede ser bancario. Una madre, un padre, si aman realmente a sus hijos e hijas, viven desde su maternidad o desde su paternidad un pequeño drama, porque ven que ese amor creciente que dan a sus hijos e hijas no es para que se queden a su lado, sino para que vivan su vida, para que vayan construyéndose como personas y emprendan el camino que hayan elegido. Algo parecido debería ser el amor de los hijos hacia sus padres. Un amor que no se sustentara en la dependencia de sus progenitores, sino en una construcción libre de sus vidas. Y si hablamos de hombres y de mujeres, de chicos y de chicas, el auténtico amor sigue basándo­se en la igualdad y en la libertad. Siempre he pensado que amar a una persona es, entre otras cosas, ir tejiéndole unas alas de libertad para que vuele donde ella quiera y para, en su caso, pueda romper todas las ataduras que tuviera, incluso si en un momento determinado, una de esas cadenas fuese el tejedor de su libertad. Así pues, amar a una per­sona es darle la libertad para que te quiera desde esa misma libertad. No quisiera amar a nadie por considera­ción, por obligación, por algo que no fuese amor. Y tampoco quisiera que la persona que me amase no lo hiciera desde su libertad, porque sé que si así fuese, ya no sería amor lo que sentiría por mí. Entonces sería yo el que, desde mi amor, aunque me partiese el alma, le recordaría que ha sido mi cariño el que le ha tejido esas alas de libertad para que pueda volar lejos de mí, a donde quiera. Eso es, para mí, el amor.

jueves, 1 de agosto de 2013

¿Adónde irán los besos que guarda­mos, que no damos, adónde va ese abrazo si no llegas nunca a darlo?



Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.


Así reza el estribillo de una bonita canción de Víctor Manuel. Y siem­pre que la oigo me hago, junto al cantor, la misma pregunta, y pien­so que no estaría de más que to­dos nos la hiciéramos porque este mundo no está como para guar­darnos besos y esconder abrazos.
Por eso me acuerdo de aquella vez que estaba enfadado. Esos enfados tontos que aunque te lo propongas no eres capaz de recor­dar ni el porqué, ni el cómo, ni el cuándo. Lo que sí quedó grabado en mi mente fue que te acercaste, como casi siempre que me veías así de estúpido, con un tierno re­proche en tu mirada mientras di­bujabas un beso en tus labios es­perando que mi boca completara el dibujo iniciado en tu sonrisa; y que giré mi cara con una dignidad indigna. ¿A dónde fue ese beso?
Otra vez fui yo el que se acercó pintando en el aire un abrazo de dos brazos que acogen esperan­do ser acogidos, y esta vez fuiste tú la que te separaste, y mi gesto de afecto cayó al vacío. ¿A dónde fue ese abrazo?
¿Adónde irán los besos que guarda­mos, que no damos, adónde va ese abrazo si no llegas nunca a darlo?
A veces pienso que tiene que exis­tir un lugar en el cielo al que vayan los besos que no fueron dados, los abrazos que no encontraron a na­die, las caricias que nunca fueron acogidas, las sonrisas que no ale­graron, o las lágrimas que no ha­llaron un regazo donde ser depo­sitadas. Sí, un lugar desde donde atentamente nos observan para poder descender cuando alguien las reclama. Porque... ¡qué es un beso sin nadie para recibirlo, un abrazo en la nada, una caricia sin piel, una sonrisa muda o una lágri­ma sin consuelo! Por eso, si te fijas bien, verás, sobre todo cuando el sol se ha ocultado, que la noche es transitada por besos, abrazos, cari­cias, lágrimas y sonrisas en busca de personas que las necesitan. Y es por esto por lo que se dice que el sueño tiene un efecto reparador, porque es mientras dormimos cuando esas criaturas extrañas de la oscuridad besan al que duran­te el día no fue querido, abrazan al que no tuvo abrazos, acarician al que tuvo el frío del desamparo, sonríen al que solo vio tristeza y empapan las lágrimas de quien no tuvo pañuelo humano que las enjugara.
Fue también una noche, después de ver el ajetreo que tenía lugar en el cielo estrellado cuando me pregunté: ¿por qué esperar a ma­ñana, por qué no empezar ahora mismo? Y recuerdo que me diri­gí hacia ti buscando el beso que había perdido y que tú, sin decir nada, como si hubieses visto lo mismo que yo, me recibiste en los tuyos con una sonrisa mientras me estrechabas entre tus brazos y nos acariciábamos entre sonrisas. Recuerdo que lloré de felicidad y de rabia por haber tardado tan­to en recuperar aquellos objetos perdidos, y de cómo mis lágrimas encontraron un regazo humano, el tuyo, donde poder enjuagarlas.
Desde entonces no se me ocurre ahorrar ningún beso, ni recha­zar un abrazo, ni escatimar una caricia, ni dejar de sonreír mien­tras acojo tus lagrimas en ese pa­ñuelo que desde aquel día llevo en mi corazón.

viernes, 17 de agosto de 2012

¿Somos violentos por naturaleza?


Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.

¿Será cierto lo que dijo el filósofo Thomas Hobbes allá por el siglo XVII al afirmar que “el hombre es un lobo para el hombre”? ¿O tal vez tenga razón Jean-Jacques Rousseau, un fi­lósofo del siglo XVIII, cuando señaló que la persona era buena por natu­raleza y que era la sociedad la que la corrompía?
En nuestra civilización casi todos pensamos que la persona es violenta por naturaleza y que cuando esa vio­lencia aflora al exterior es porque ha superado los mecanismos que tene­mos y que hemos aprendido a través de nuestra educación para contro­larla. Este pensamiento es peligroso porque justifica las reacciones vio­lentas como algo que llevamos en nuestros genes y que, claro, algunas veces se puede escapar al dominio de nuestra voluntad. Es decir, todos y todas somos violentos y es la edu­cación la que hace que controlemos más o menos esos impulsos. NADA MÁS INCIERTO. El Holocausto judío, que supuso una violencia antes no conocida por la humanidad y que asesinó a más de seis millones de personas, fue ideado y llevado a cabo por gentes muy educadas –se puede educar para el amor o para la violencia–. Por tanto, la violencia no es algo que esté en nuestros genes, sino una opción que está en nues­tras manos el ejercerla o no. SOMOS PACÍFICOS PORQUE PODEMOS SER VIOLENTOS. Somos justos porque podemos ser injustos. Somos ca­paces de amar porque también lo somos de odiar. Somos honrados porque podemos robar. Es decir, so­mos lo que somos porque también podemos ser lo contrario.
Ahora bien, hemos de reconocer que es muy difícil desembarazarse de la idea de que la violencia la lle­vamos en nuestra sangre. Y es com­plicado porque la Historia que nos enseñan y aprendemos está llena de violencia. Todo, o casi todo, son: batallas, guerras, luchas, conquis­tas. Muchos de los grandes perso­najes que estudiamos, casi todos hombres, lo son por el poder que atesoraron a través del ejercicio de la violencia. Podríamos decir que la Historia que conocemos está ahíta de sangre y que da la sensación de que el uso de la violencia es impres­cindible para llegar a ser un gran personaje. Y también hoy en día las noticias se tiñen de rojo. Los distin­tos medios de comunicación des­tacan la violencia en sus titulares, dándonos la sensación de que no es posible un mundo sin violencia, no ya porque no haya condiciones para ello, sino porque violencia y mundo van siempre unidos. OTRA GRAN MENTIRA tras la que se esconden inconfesables intereses egoístas de determinadas personas y grupos. Porque si abrimos bien los ojos ve­remos que por cada acto de violen­cia hay millones de actos de amor. Por cada puñetazo hay millones de miradas tiernas, por cada insulto millones de caricias y por cada agre­sión millones de besos. Lo triste es que una sola bala sea noticia y no lo sean los millones de miradas tiernas, de caricias y de besos. El mundo, la humanidad no ha sobrevivido gra­cias a los belicosos personajes que estudiamos en la Historia y que hoy en día inundan los titulares de los medios de comunicación. NO. Estos son los enemigos de la humanidad, los que hacen peligrar su supervi­vencia. El mundo, la humanidad ha sobrevivido gracias a la ternura, a las caricias, a los besos, a los abra­zos, a los actos de solidaridad y de justicia. Y el mundo, si consigue so­brevivir y seguir siendo humanidad y no desaparecer, lo logrará a base de amor. Somos seres que necesita­mos del cariño de las otras personas para crecer y vivir. Somos seres por­tadores de ternura porque estamos hechos de amor. Solo la violencia ejercida voluntariamente por aque­llas personas que renunciaron a ese manantial del que nacieron son las que ponen en peligro nuestra exis­tencia y la de toda la humanidad. Así que no pienses nunca que si eres violento es porque lo llevas dentro. Nada más falso.

viernes, 13 de abril de 2012

Los invisibles


Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.
  
La India es una sociedad estable­cida en Castas. La más baja o, si se prefiere, el grupo humano que está fuera de ellas son los into­cables, también llamados parias. Los hindúes consideran que los intocables son tan bajos como el excremento. Los parias, por su des­cendencia, no pueden ni siquiera tomar agua del mismo chorro que las otras castas, están excluidos de los servicios básicos, como salud, educación y empleos, y eso que son unos 130 millones.

En nuestra sociedad no existe esta jerarquía instituida por nacimien­to. Sin embargo creo que tenemos algo similar; un grupo humano al que denomino: los invisibles. ¿De verdad que no te habías dado cuenta? Claro, me dirás, como son invisibles. Bueno, tienes razón. Las personas no somos invisibles, lo que ocurre es que de tanto volver la cabeza a su paso hacemos como si lo fueran. En algunas tribus pri­mitivas el mayor castigo para una persona era el que el resto hicieran como si no existiera, como si no lo vieran. Hablaba pero no le contes­taban y nadie le dirigía la palabra. Esta persona lo pasaba tan mal que acababa por abandonar la tribu e irse al bosque, a pesar de que sabía que las posibilidades de sobrevivir eran nulas.

En nuestra sociedad las personas invisibles son todas aquellas a las que, por la razón que sea, no queremos ver. Te pondré unos ejemplos: muchas personas ma­yores son invisibles porque hay que cuidarlas, estar pendientes de ellas, en ocasiones se les va la ca­beza, se repiten, originan muchos gastos o, en definitiva, porque nos recuerdan que tarde o temprano seremos como ellas. Otras perso­nas, por razones muy parecidas a las anteriores, que pueden llegar a ser invisibles son las enfermas o las discapacitadas. Te recuerdo que no hace muchos años, muchas fa­milias no se atrevían a sacar a sus hijos o hijas discapacitadas psíqui­cas a la calle porque de una forma totalmente injusta la sociedad las había invisibilizado. Y qué te voy a contar de las personas que están en la cárcel o que incluso, después de haber cumplido su pena, salen a la calle; o de los inmigrantes que últimamente han venido a vivir con nosotros. En general, solemos hacer invisibles a las personas desfavorecidas, a las que están marginadas y a aquellas que son diferentes a nosotros o al grupo en el que vivimos.

Y tú, da igual la edad que tengas, que seas padre o madre, profesor o alumno ¿a quién haces invisible? ¿O, tal vez, y según con quién y en qué sitios, seas tú el que te sientas invisible? Te lo digo para que lo medites un poco. Estoy seguro de que alguna vez, como a mí me ha pasado, te han hecho o te hacen sentirte invisible; y estoy conven­cido de que te habrás sentido tan mal como yo, o como el de la tri­bu al que le imponían ese terrible castigo. Entonces, si sabes lo mal que se pasa, ¿por qué lo haces? ¿por qué lo hacemos? Insultar, agredir, despreciar, negar el salu­do, infravalorar, repudiar, rebajar, humillar, despreciar, arrinconar, rechazar, marginar, acorralar, reír­se de una persona, etc. son mane­ras de hacerla invisible, formas de hacerla sufrir.

Así pues, dejemos de hacerlo para ser más felices, porque detrás de todo esto solo se encuentran el miedo, la cobardía y la envidia, y estas tres cosas son las que hacen invisible la felicidad o, si quieres, las que hacen visible la infelicidad.