Miguel Loza Aguirre. Pedagogo y asesor de
Educación de Personas Adultas en el Berritzegune de Vitoria.
Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón
de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque
vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada
al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche
bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima,
pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba
era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente,
era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora
que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y
todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda
más recurso que llorar.
Siempre me ha llamado la atención este
párrafo del cuento de Oscar Wilde. Por eso, cada vez que lo leemos en una
tertulia literaria, acabo marcándolo para compartir palabras con otras
personas que, dicho sea de paso, también lo suelen subrayar. No sé si vosotros
y vosotras lo habréis leído, ni si habéis hecho alguna tertulia con él. Si
fuese así, os animo a que lo leáis y a que lo compartáis con otras personas. Y
si ya lo habéis leído y habéis hecho alguna tertulia con dicho texto, podéis
empezar a compartir palabras con este pobrecito hablador.
Para mí, este párrafo está lleno de
profundos pensamientos. Por ejemplo: ¿es lo mismo placer que felicidad? Yo creo
sinceramente que no. No digo que placer y felicidad no tengan puntos en común,
incluso que la felicidad vaya a veces acompañada del placer, pero no en todas
las ocasiones. Sin embargo, en mi opinión, el placer no lleva a la felicidad,
ya que la búsqueda del placer por el placer deja un vacío absoluto en nuestro
interior. ¡Qué mayor placer que el de la despreocupación, y qué mayor
insatisfacción que la de no tener ningún tipo de inquietud!
Por eso, una de las cosas que siempre
viene a mi mente al leerlo es la de qué murallas estoy construyendo a mi
alrededor para no ver lo que está sucediendo más allá de ellas. A veces tengo
la sensación de que vivo muy a gusto en el Palacio de la Despreocupación y que
cuando no es así, se produce cierta desazón en mi interior. Hoy en día el mundo
está lleno de terribles injusticias que producen violencias de todo tipo.
Violencias que van desde la explotación hasta la muerte. Guerras, genocidios,
exterminios, trabajo infantil, esclavitud humana, violaciones, pobreza,
deshumanización, malnutrición, etc. son cosas que caracterizan a las sociedades
de nuestros días. Y lo que es más angustioso, lo que nos parecía lejano, ha
venido a visitarnos y ahora está muy cerca de nuestras casas. Antes con unas
murallas pequeñas bastaba para no ver lo que ocurría al otro lado. Pero hoy
necesitamos construir otras más altas para no ver eso tan terrible que está
ocurriendo a nuestro lado. Familias que no tienen recursos ni para comer,
personas que las arrojan de sus hogares por no poder pagar su maldita hipoteca,
otras que pasan frío porque no les llega el dinero para la calefacción, son
situaciones, entre otras, que de extraordinarias están pasando a ser
corrientes. Y lo que me entristece profundamente es saber que por muchas
murallas que construya, por muy altas que sean, el vivir en el Palacio de la
Despreocupación nunca me traerá la felicidad.
Claro, que otra cosa que me preocupa como
padre es que esas murallas que me he construido también las quiero para mis
hijos, también las estoy haciendo para ellos. Parece como si, a pesar de saber
que el placer no da la felicidad, quisiera que ellos también viviesen en el
Palacio de la Despreocupación. Y en esto me ufano. Les protejo, o mejor
dicho, les superprotejo. Intento que nada les perturbe, que nada les incomode,
que no tengan problemas, que nada les falte, que… ¿sean felices? No sé, pero en
muchas ocasiones pienso que con esto sólo estoy consiguiendo para ellos la
infelicidad de la que nos habla el Príncipe del cuento. Tan sólo confío en que
ellos, y también vosotras y vosotros, os encontréis, antes de que sea tarde,
con la golondrina del cuento para que os enseñe con su ejemplo que no hay mayor
felicidad que la de compartir.
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