viernes, 7 de septiembre de 2012

Educación para el desarrollo, una oportunidad de futuro


María Benítez Pérez-Fajardo. Miembro del Grupo Educación para el Desarrollo, de la Coordinadora ONGD La Rioja.

Educar: Tomado del latín ēdŭcāre (emparentado con dūcěre que quie­re decir conducir, sacar afuera, criar). 
Partiendo de su más elemental defi­nición etimológica, la educación es algo tan simple como “sacar afuera” lo que hay dentro, lo que la persona lleva dentro de sí. Y desde este punto de partida asoma la primera contra­dicción con nuestro actual modelo educativo. ¿En qué consiste educar hoy en día? Si nos referimos a la edu­cación formal (la que se proporciona en escuelas, institutos, universidades: Centros educativos) consiste casi únicamente en “meter dentro” datos, ¿conocimiento? El planteamiento fundamental, disfrazado de “apren­der”, no contempla en absoluto el desarrollo (proceso de evolución, crecimiento y cambio de un objeto, persona o situación específica) de la persona, ni de los países. Entendien­do siempre el desarrollo en términos de mejora de las capacidades y cali­dades de vida de las personas, no en su aspecto económico, sino humano.
Frente a esta realidad, la “Educación para el Desarrollo debe entenderse como un proceso para generar con­ciencias críticas, hacer a cada perso­na responsable y activa, con el fin de construir una sociedad civil, tanto en el Norte como en el Sur, comprome­tida con la solidaridad, entendida esta como corresponsabilidad, y par­ticipativa, cuyas demandas, necesi­dades, preocupaciones y análisis se tengan en cuenta a la hora de tomar decisiones políticas, económicas y sociales”. Coordinadora de ONGD-España.
Porque defendemos que solo des­de la educación en valores, género, medio ambiente, derechos huma­nos, etc., promocionando las capa­cidades de los pueblos para decidir quiénes y cómo quieren ser y realizar su propia evolución, es decir, su de­sarrollo, se puede producir un verda­dero cambio social, político y huma­no. Ninguna alteración se producirá en el mundo si no se produce antes en las personas que lo habitan. El ser humano está preparado y diseñado para respetar y ser compasivo con sus semejantes, pero no son estos los valores que fomenta nuestro en­torno, es más ni siquiera nos invita a ver como semejantes a quienes nos acompañan en este viaje, por extran­jería, opción sexual, género, color de piel, etc.
Por persona con educación se en­tiende aquella que muestra respetar unas normas de comportamiento social o aquella que ha adquirido unos conocimientos intelectuales. No comprende en ningún caso su comportamiento humano, social, sus principios y valores. Que son los únicos que realmente definen a las sociedades. Cuando no se contem­pla a quien tenemos al lado como semejante, entonces de nada sirve definirnos como tolerantes, como solidarios, respetuosos y no racistas, pues en nuestro imaginario social y privado, no lo son; son diferentes, son los/as “otros/as”. Y esto de una manera u otra se verá reflejado en nuestras actitudes cotidianas, en nuestra forma de ir por el mundo, inevitablemente. No saldrá de ti nada que no esté dentro.
¿Entonces para qué sirve la forma­ción en adquirir títulos educativos, contribuir al desarrollo tecnológico, científico e intelectual del planeta? ¿De qué sirve, si estamos olvidan­do al habitante fundamental de ese mismo planeta: el ser humano? Para tener una mejor calidad de vida, en cuanto a salud, higiene, esperanza de vida, comodidades tecnológicas: ¿Quiénes? El 20 % de la población mundial, solo el 20%. Para ir a la Luna: ¿Para qué? ¿Para distraernos mirando al cielo de la realidad que nos rodea e inunda, aquí, en el suelo?
Creemos que la responsabilidad personal y colectiva de una socie­dad no se demuestra en su progreso económico, en su nivel tecnológico o científico sino en su compromiso con la humanidad, en su búsqueda del bien común, en su sentido de la justicia social. El desarrollo del ser humano pasa por el fomento de una conciencia crítica, ética, compasi­va e igualitaria. El crecimiento de la persona y de la humanidad necesita más de nuestro comportamiento que de nuestros conocimientos aca­démicos, recordando una vez más a qué pocos han servido esos avances (tecnológicos, científicos etc.) a lo lar­go de la Historia.

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