Kilian Cruz-Donne. Vocal de la Junta Directiva
de Fapa-Rioja.
Si en algo coincidimos la
plena totalidad de los miembros de la comunidad educativa es en que el actual
caballo de batalla en nuestras aulas es la atención a la diversidad de nuestro
alumnado. Ninguna orden confeccionada por la Consejería, hecha con las
mejores intenciones, puede darnos las herramientas suficientes para garantizar
una atención adecuada a los escolares que forman parte de nuestras aulas:
brillantes, desmotivados, disruptivos y conflictivos, repetidores, con bajo
ritmo de aprendizaje, etc.
Un docente no puede
satisfacer esta demanda, por muy buenas metodologías y predisposición que
tenga. Es imposible atender a esta diversidad sin caer o bien en una nivelación
por abajo, provocando bajos ritmos de aprendizaje que aburren a los más
capacitados, o bien nivelando por arriba, dejando atrás un reguero de alumnos
y alumnas que terminan engrosando las filas del comportamiento disruptivo.
Porque, añadido al problema académico, viene siempre aparejado el clima de
convivencia.
Aparte del alumnado
procedente de familias desestructuradas, que necesita llamar la atención, nos
encontramos con el alumnado que al no entender las explicaciones, se aburre y
acaba charlando con el compañero de mesa; el resultado es el que hoy día
tenemos en nuestras clases dificultad para explicar los apartados teóricos,
desmotivación de una buena parte del alumnado y clima disruptivo.
Llegamos así a la enseñanza
compensatoria. Los centros escolares se plantean cómo sortear la incapacidad
para satisfacer todas las necesidades que surgen en el aula y dado que el
alumnado procede, si es el caso, de zonas desfavorecidas, de familias con bajo
nivel cultural y social, terminan impartiendo objetivos y contenidos mínimos.
“No podemos hacer otra cosa” se oye constantemente, pensando que al menos estos
alumnos están recibiendo una enseñanza, aunque sea de mínimos. La escuela deja
así de cumplir uno de sus objetivos prioritarios: lograr nivelar el nivel cultural
y académico de los alumnos, independientemente de la zona de la cual procedan,
para alcanzar el éxito escolar de todos. Más al contrario, con la enseñanza compensatoria
acabamos agrandando las diferencias entre los alumnos de zonas urbanas y
desarrolladas respecto de aquellos que proceden de las zonas rurales y
deprimidas. La escuela termina agravando estas desigualdades. Y todos nosotros,
como parte esencial de este engranaje, somos responsables de esta “brecha
cultural”.
¿Qué podemos hacer? Para
empezar: no seguir trabajando unilateralmente. Los centros no pueden seguir
pensando que, al fin y al cabo, no nos va muy mal y que el fracaso escolar
obedece a factores sociales y económicos del que el docente no es responsable.
Falso. La escuela tiene que abrirse a su entorno y pedir ayuda a todas las
personas que la rodean. Tenemos que permitir la entrada de voluntarios, de
familiares, de agentes sociales, de asociaciones culturales y de todas aquellas
entidades que pueden echar una mano. Se acabó la época del maestro encerrado en
su clase. Es la hora de favorecer la entrada en nuestras aulas de familiares y
voluntarios que puedan ayudarnos en nuestro trabajo para lograr la escuela
enriquecedora. No es una utopía. Este objetivo podemos lograrlo a medio plazo,
y para ello la primera barrera a derribar es cambiar nuestra mentalidad. Las familias
deben entrar en los centros; debe propiciarse el encuentro, el diálogo, el
debate y, ¡mucho cuidado!, el voto consensuado entre todos y todas. Solo así
podemos pasar de esa enseñanza de mínimos a otra de mayor calidad. Con el
trabajo de todos. La comunidad educativa trabajando codo con codo en estrecha
colaboración.
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