viernes, 12 de abril de 2013

Unas palabras sobre la escuela inclusiva…




 Kilian Cruz-Donne. Vocal de la Junta Directiva de Fapa-Rioja.

Si en algo coincidimos la plena to­talidad de los miembros de la co­munidad educativa es en que el ac­tual caballo de batalla en nuestras aulas es la atención a la diversidad de nuestro alumnado. Ninguna or­den confeccionada por la Conseje­ría, hecha con las mejores intencio­nes, puede darnos las herramientas suficientes para garantizar una atención adecuada a los escolares que forman parte de nuestras au­las: brillantes, desmotivados, dis­ruptivos y conflictivos, repetidores, con bajo ritmo de aprendizaje, etc.
Un docente no puede satisfacer esta demanda, por muy buenas metodologías y predisposición que tenga. Es imposible atender a esta diversidad sin caer o bien en una nivelación por abajo, provocando bajos ritmos de aprendizaje que aburren a los más capacitados, o bien nivelando por arriba, dejan­do atrás un reguero de alumnos y alumnas que terminan engrosan­do las filas del comportamiento disruptivo. Porque, añadido al pro­blema académico, viene siempre aparejado el clima de convivencia.
Aparte del alumnado procedente de familias desestructuradas, que necesita llamar la atención, nos encontramos con el alumnado que al no entender las explicaciones, se aburre y acaba charlando con el compañero de mesa; el resultado es el que hoy día tenemos en nuestras clases dificultad para explicar los apartados teóricos, desmotivación de una buena parte del alumnado y clima disruptivo.
Llegamos así a la enseñanza com­pensatoria. Los centros escolares se plantean cómo sortear la inca­pacidad para satisfacer todas las necesidades que surgen en el aula y dado que el alumnado procede, si es el caso, de zonas desfavorecidas, de familias con bajo nivel cultural y social, terminan impartiendo ob­jetivos y contenidos mínimos. “No podemos hacer otra cosa” se oye constantemente, pensando que al menos estos alumnos están reci­biendo una enseñanza, aunque sea de mínimos. La escuela deja así de cumplir uno de sus objetivos prio­ritarios: lograr nivelar el nivel cul­tural y académico de los alumnos, independientemente de la zona de la cual procedan, para alcanzar el éxito escolar de todos. Más al contrario, con la enseñanza com­pensatoria acabamos agrandando las diferencias entre los alumnos de zonas urbanas y desarrolladas respecto de aquellos que proceden de las zonas rurales y deprimidas. La escuela termina agravando estas desigualdades. Y todos nosotros, como parte esencial de este engra­naje, somos responsables de esta “brecha cultural”.
¿Qué podemos hacer? Para empe­zar: no seguir trabajando unilate­ralmente. Los centros no pueden seguir pensando que, al fin y al cabo, no nos va muy mal y que el fracaso escolar obedece a factores sociales y económicos del que el docente no es responsable. Falso. La escuela tiene que abrirse a su entorno y pedir ayuda a todas las personas que la rodean. Tenemos que permitir la entrada de volun­tarios, de familiares, de agentes sociales, de asociaciones culturales y de todas aquellas entidades que pueden echar una mano. Se acabó la época del maestro encerrado en su clase. Es la hora de favorecer la entrada en nuestras aulas de fa­miliares y voluntarios que puedan ayudarnos en nuestro trabajo para lograr la escuela enriquecedora. No es una utopía. Este objetivo pode­mos lograrlo a medio plazo, y para ello la primera barrera a derribar es cambiar nuestra mentalidad. Las fa­milias deben entrar en los centros; debe propiciarse el encuentro, el diálogo, el debate y, ¡mucho cuida­do!, el voto consensuado entre to­dos y todas. Solo así podemos pa­sar de esa enseñanza de mínimos a otra de mayor calidad. Con el traba­jo de todos. La comunidad educa­tiva trabajando codo con codo en estrecha colaboración.

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