Rubén Vinagre. Periodista y director de Metadeporte.
Minutos después del séptimo gol, cuando el árbitro Marcos
Rodríguez sopló su silbato tres veces seguidas, Brasil descubrió que su sueño
en realidad era una apnea dentro de una pesadilla. Quizá solo un instante
confuso, un espasmo en el que parecía difícil discernir lo tangible del abismo.
Era la semifinal del Mundial de fútbol y Brasil había perdido por uno a siete
contra Alemania. Un desastre. Quizá el partido más cruel de la historia del
fútbol brasileño. En Belo Horizonte, donde se jugaba el partido, los
televisores de las favelas de Acaba Mundo se habían quedado huérfanos desde
hacía rato. Nadie les hacía caso. En la única explanada de este barrio adosado
a la montaña como una rémora, un puñado de cuarenta mocosos le daba patadas a un
desgastado ‘brazuca’. Nadie sabe muy bien cómo ese balón había llegado hasta
allí, el caso es que los más pequeños hacían diabluras con él. Aunque muchos de
ellos no sabían leer, es probable que supieran mucho más de fútbol que el
propio seleccionador brasileño. Quizá sea cuestión del gen deportivo, quizá
mera adaptación al entorno.
David Epstein, periodista de ‘ProPublica’ y autor del libro
‘El gen deportivo’, expone en una entrevista reciente que hay aspectos en las
infancias difíciles que, convenientemente trabajados, “pueden transformar los
obstáculos en un trampolín hacia el éxito”. Pone el ejemplo de los corredores
‘kalenjin’ de Kenia. Cuando nacen, señala, solo tienen dos posibilidades en la
vida: o corren o se hacen agricultores. Las distancias que tienen que recorrer
para cubrir sus necesidades mínimas son tan largas que se convierten en
auténticos especialistas… en correr. Sus éxitos en los Juegos Olímpicos les
avalan. Pero, ¿qué ocurre cuando los niños viven en una economía avanzada? Epstein
indica que una práctica demasiado estructurada o una carga de entrenamientos
muy elevada en edades tempranas puede ser mala para el proceso madurativo.
Expone que, en el caso de los más pequeños, el desarrollo de habilidades debe
proceder de un juego no estructurado, quizá caótico, quizá desordenado. Sin
embargo, en los países ricos los chicos tienen un entrenamiento muy
planificado, casi más estructurado que sus horas lectivas, y esto obstaculiza
su desarrollo. En el caso de Brasil, por ejemplo, los niños juegan al fútbol
sala o, incluso, ‘fútbol de salón’ –apenas hay espacio entre las casas de las
angostas favelas-. Son campos pequeños, balones menos pesados, la ley de la
calle… Epstein indica que esto hace que todos jueguen con mucho ritmo y, por
ende, “tengan que tomar decisiones a la velocidad del rayo”. Según comenta,
“es el entrenamiento perfecto” y se produce en las zonas más pobres, mientras
que en los barrios con mayor capacidad adquisitiva se lleva a los niños a
jugar en campos para once jugadores, con balones oficiales, equipación nueva
cada año... El periodista cree que no es la mejor manera para que los pequeños
se desarrollen porque “no tiene sentido que los niños jueguen con las normas y
los campos hechos para mayores”.
El plumilla norteamericano todavía va más allá al señalar
que en los últimos años se ha impulsado la hiperespecialización entre los más
pequeños. Quizá haya triunfado ‘la regla de las 10.000 horas’ popularizada por
Malcolm Gladwell –se supone que con una práctica de 10.000 horas un sujeto
puede convertirse en todo un experto en una materia muy concreta-. Con edades
tempranas, los atletas infantiles se ven obligados a centrarse en un solo
deporte todo el año. Entrenan y compiten como adultos y…, fracasan como adultos.
Epstein defiende que las futuras estrellas comienzan a especializarse y
practicar más un poco más tarde, una vez iniciada su adolescencia. Mientras un
niño llora en un centro de alto rendimiento, cuarenta mocosos sonríen en Belo
Horizonte. Y eso que Brasil ha hecho el ridículo en el Mundial.
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